Nos reíamos. Nos reíamos de Cannibal Corpse. “¡No se entiende nada!”, “El tipo parece estreñido cuando canta”, repetíamos mientras atentos escuchábamos The Cryptic Stench. Siempre imaginamos a los miembros de la banda como seres sensibles y pacíficos, vestidos con ropa victoriana, interpretando Hammer Smashed Face mientras sus cuerpos se contorsionaban al estilo de una danza jazz avant garde. “Es mi arte”, pronunciabamos mientras hacíamos una mímica igualmente afeminada acompañando la música. Nos destartalabamos de la risa.
Una de nuestras costumbres más molestosas era repetir el prólogo a Addicted to Vaginal Skin en las situaciones menos apropiadas como cuando esperábamos las empanadas o comprábamos un raspadillo en la plaza:
“I don´t know, I just took that knife and I cut her from her neck, down to her anus and I cut out the vagina and ate it”.
Y es así como nuestra primera paródica afición por la banda se fue convirtiendo en fascinación por el Death Metal. El ritmo infeccioso de los riffs y la batería era (y es) irresistible, provocando unas ganas terroríficas a bailar. Si escuchas atentamente el bajo de Alex Webster, hay ciertos momentos en donde emula el sonido de moscas volando sobre un cadáver.
Cannibal Corpse era como nuestra cumbia y Tomb of the Mutilated está repleto de tropicales éxitos veraniegos.
I Cum Blood sonaba a todo dar desde la radio de mi amigo Daniel cuando su abuelo gritaba, desde alguna otra habitación de la casa, “¡Alguien arregle la radio del Dani, quiere escuchar sus musiquitas, pobre chico está escuchando pura estática!”. Y es que para el oído no entrenado e inexperto Necropedophile puede sonar como un disco rayado durante un choque automovilístico mientras un orangután con reuma aúlla a la luna llena.
Todavía recuerdo como andando por la feria de mi barrio veía a los metaleros locales, todo viejos, rudos, con cara de resaca, vistiendo la polera con la grotesca portada del disco. Toda esa escena épica y surrealista se veía estropeada por los gritos de las vendedoras que ofrecían quesillo de Rosillas, habas de Canasmoro o anticuchos de tripa a viva voz, sin mencionar que los metaleros estaban usualmente acompañados de sus mamás e iban cargando las bolsas de compras.
El disco tiene un distintivo toque noventero que marcó una indiscutible tendencia músical y estética, no sólo en la Tampa Bay area, pero en todo el macrocosmos del Death Metal en su más amplia generalidad. Guitarras espesas como api y pesadas como chicharrón con leche, acompañadas por un bajo técnico y grave como la situación del país.
A todo esto se le suma la ametralladora humana que es Paul Mazurkiewicz, baterista de la banda y probablemente uno de los músicos mas influyentes dentro de la escena extrema. Por último y para completar el pañal músical que es esta banda, está Chris “monstruo come galletas” Barnes, vocalista extraordinario, rastafarista amateur y ahora ex miembro de Cannibal Corpse.
El disco todavía sigue sonando en todos los asados metaleros a los que voy, por lo menos para flexionar los músculos y poder decir que cumplimos con nuestra cuota de Metal Extremo. Siempre terminamos escuchando el Chaqueño Palavecino o los Kjarkas.